Es una cicatriz? ¿Va a sanar?
¿Va a sangrar de nuevo? -Carlos Fuentes, Gringo viejo
Al principio nos movíamos en un mismo territorio: la frontera
invisible, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”.
Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula Vista no comportaba en la práctica franquear alguna barrera tangible. Era como desplazarse en la misma zona de una cierta cotidianidad que tenía como
marco el espacio binacional, sin telones de por medio. En nuestra
ciudad la línea de demarcación era impensable. Nuestra ciudad
comprendía barrios de Tijuana y de San Ysidro, calles de Chula Vista y
de la colonia Cacho. Era, seguramente, la ciudad feliz de la infancia
y los primeros de la postguerra (1946-1952). Aún se sentían algunas
secuelas de la reciente conflagración mundial -los apagones antiaéreos
de San Diego- y el flujo entre un país y otro era mucho menor que
ahora. La ciudad andaba en los sesenta mil habitantes, a pesar de que
ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo, por la
Puerta Blanca cuando los americanos se venían en sedienta manada a
echarse el trago que allá les tenía prohibido el presidente Roosevelt
con la ley seca. A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que
entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla
metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el
proyecto de una arquitectura defensiva -no llega a ser arquitectura-
sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y
“estratégico”. Por eso tal vez al poeta catalán Rubén Bonet se le
ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera
una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina
-desecho de aeropistas militares- que constituye el muro disuasivo. El
impedimiento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar
nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la
sed, la inanición y la deshidratación. Seres humanos no pueden pasar.
Otras cosas, sí, como la droga.
Los fotógrafos, mejor que nadie, han captado el drama de la
inmigración que se ha exacerbado no sólo aquí, en la esquina
noroccidental mexicana, sino en muchas otras partes del planeta. No
pocos fotógrafos, como Sebastián Salgado, Graciela Iturbide, Lourdes
Grobet, Roberto Córdoba y Elsa Medina, han congelado en sus imágenes
los rostros de esta tragedia.
Durante los últimos dos años, la fotografía ha ido tomándole el
pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la
madrugada, al amanecer, a la hora del lobo de este fin de siglo cuando
se presiente una amenaza o se descubren signos de un peligro
inminente. Es una fotografía de los intersticios: la frontera
agrietada por la que se cuela la esperanza y se deshace en la
polvareda distante de la border patrol.
Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre los dos
cuerpos nacionales evoca -en la fotografía de profundidad- la
monumental muralla china de inspiración militar o el territorio de
Laconia en el que se asentaba la antigua Esparta griega y del que el
arquitecto Richard Ingersoll ha deducido la expresión “campo lacónico”
para referirse a la ciudad difusa, repleta de áreas deshilachadas,
irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privada de
comunicación arquitectónica.
Y no parece ser otra cosa este “campo lacónico” que comparece en la
desolación indocumentada recogida por la lente de, por ejemplo, la
fotógrafa Elsa Medina, un campo conciso, de pocos elementos, como el
de las afueras parchadas de Tijuana o las inmediaciones de San Ysidro,
el Nido de las Águilas y el cañón de La Cabra. Pero si Esparta no
necesitaba murallas y podía extenderse a lo largo de sus lacónicos
espacios vacíos era porque, según Tucídides, “sus soldados eran sus
murallas” del mismo modo en que ahora, en el confín
mexicanoestadounidense, el ejército de la Patrulla Fronteriza hace de
muralla defensiva y ofensiva -porque ofende- ante la vulnerabilidad de
la no infranqueable lámina por cuyos resquicios se ha introducido la
cámara de Elsa Medina.
¿Y qué vemos en sus fotos?
Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de La Cabra.
Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de
protuberantes escuadras y linternas al cinto, contra el sol del
atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la
inmensidad del Pacífico.
Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida
hacia el norte de la barda herrumbrosa que corta las olas mar adentro.
Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a
un anciano sin respaldo.
Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de
Nayarit mientras, como araña fumigada, esconde su rostro con una
cachucha de los Padres de San Diego.
Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción y
motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta
expresión militar calificativa de la zona que queda entre una
trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser
acribillado por un francotirador de la border patrol.
Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y
la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle.
Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en
el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes
muertos en la frontera.
Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un
árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata.
Vemos a un grupo de trabajadores indocumentados que esperan ser
contratados como eventuales en las calles Broadway y Pico de Los
Ángeles.
Vemos una mojonera en el Nido de las Águilas, en la porción
limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848.
Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas
como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los
caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia,
cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna.
Vemos una zona de guerra.
Vemos un abandono de todos los dos gobiernos, vemos su indiferencia,
vemos su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el
derecho internacional al trabajo.
Sin embargo, la mirada de Elsa Medina no es la única que se tiene
sobre la frontera nómada ni los indocumentados son los únicos seres
que se afanan por sobrevivir en el corral de la frontera sedentaria.
Como voluntad y representación, la frontera está en todos los
diccionarios de lugares comunes: la frontera de cristal, la frontera
como herida, cicatriz, perímetro disuasivo, el corte, el machetazo
histórico, el intersticio de la roca que llora, el muro, el confín, la
tierra de nadie, la colisión, la colindancia, el telón, la valla, la
sangre contigua, la literatura del umbral, la hora del lobo en el
instante del amanecer cuando se cruza, el tránsito a la
clandestinidad, la frontera del lenguaje, la esperanza, el fracaso, la
raya pintada, la frontera invisible, la frontera de las serpientes, el
túnel de éter en el que se convierte el viaje hacia la nada, la
demencia fronteriza que se desencadena entre la madrugada y el alba,
entre la realidad y el deseo, entre el hambre y la ingurgitación,
entre la salud y la enfermedad, entre el asesino y la víctima, entre
la juventud y la madurez (la línea de sombra), entre la vida y la
muerte, el país frontera, entre algo y nada, entre la pena y la nada.
…la verdad de la frontera, ¿no es
acaso permanente metamorfosis?
-Dominique de Villepin
Como todas las cosas, con el paso del tiempo, la noción de frontera ha
ido cambiando. No pocos de los estereotipos que se han ido acuñando
sobre la frontera se desvanecen sin sentido cuando las realidades
nuevas -los flujos migratorios, por ejemplo, la globalización del
crimen- exigen otra manera de conceptualizarlas
La frontera es el confín, el punto de partida y de llegada, la línea
de corte jurídico que establece un principio y un fin, una demarcación
que separa a un territorio de otro.
En un sentido metafórico la frontera -como decía Carlos Fuentes-
también es una herida o una cicatriz. Los cambios en las demarcaciones
políticas de Europa del Este, la disolución de la Unión Soviética como
cuerpo nacional, la nueva configuración de los Balcanes y el
surgimiento de nuevos Estados a consecuencia de las guerras en lo que
antes se reconocía como Yugoslavia, han vuelto a plantear esa noción
volátil y divagante de la frontera.
Para Ryszard Kapuscinski, en El imperio, su gran reportaje sobre la
desaparición histórica de la URSS, “cada vez que nos aproximamos a una
frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las
emociones”.
“Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las
evitan o al menos intentan librarse de ellas lo más rápidamente
posible.”
Lo cierto es que se ha evaporado la noción misma de frontera o se ha
convertido en otra cosa por las dislocaciones bélicas y políticas de
Europa del Este. Los historiadores replantean una nueva
categorización. No jurídica, puesto que sin fronteras no hay Estado
(al menos hasta ahora). Pero sí cultural: la fusión de las lenguas, la
mezcla de razas, la invasión de un habla por otra, el desplazamiento
del español por el inglés, la disolvencia -en sentido del montaje
cinematográfico- de las mentalidades.
Mientras los antropólogos se esmeran en la especulación de un país
frontera -de todo un tronco nacional como frontera, entre el mundo
desarrollado y el estancado, entre el inglés y el español, entre la
producción y el consumo de bienes, servicios y estupefacientes, entre
la exportación y la importación, entre la banca incontrolada y la
desnacionalización del dinero-, los novelistas de la literatura del
umbral o de los intersticios recrean la inagotable vena de la frontera
trágica: los asesinatos en serie de muchachas en Ciudad Juárez en la
obra de Roberto Bolaño o las historias de “satánicos” que deglute la
“estética” de matriz hollywoodense en, por ejemplo, Perdita Durango,
la novela de Barry Gifford o la película de Álex de la Iglesia.
Estados fronterizos
En todos los reinos hay fronteras y el animal no podría ser una
excepción. “Es propio no sólo del hombre, sino también de toda la
naturaleza viva, de todo lo que se mueve en el agua y en el aire.” Los
gatos demarcan su territorio.
Existen fronteras entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre
el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y
los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras?
En un traslape tal vez sofístico y no menos capcioso, algunos medios
audiovisuales asimilan el sentido psiquiátrico de los “estados
fronterizos” -una instancia preesquizofrénica: la de los borderliners-
a la experiencia cotidiana de la vida en la frontera, es decir: a la
locura y la degradación de la convivencia civil porque también hay
fronteras en nuestros cerebros que “albergan un constante movimiento
fronterizo, confinante, limítrofe”, dice Kapuscinksi.
“De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión”.
La personalidad fronteriza, pues, no puede asimilar dos o más de dos
ideas contrapuestas que, aparte, se enrarecen aún más cuando la
sensación es que todo el cuerpo nacional es frontera. Para bien y para
mal, México se ha vuelto un país frontera, de Tijuana a Tapachula, de
Matamoros a Acapulco. El tronco todo del país se ha convertido en
frontera y ciudades fronterizas -por la simultaneidad informativa
electrónica audiovisual- lo son tanto Celaya como Matamoros, tanto
Oaxaca como Tecate.
Aquí en América Latina”, dice el político y hombre de letras
francés Dominique de Villepin, “todos aquellos que se aprovechan del
desorden y del crimen encuentran en las fronteras una guarida fácil,
un terreno predilecto en donde cristalizan las dificultades que tienen
los Estados para controlar su territorio y para luchas contra las
amenazas, nuevas y antiguas”. Y es que el concepto mismo de frontera
está en crisis, si no es que siempre lo ha estado por su naturaleza
misma. Su formulación jurídica o política difiere de una época a otra:
es una idea que va rehaciéndose y afinándose a lo largo de la
historia.
Las fronteras defensivas como el muro de Adriano en el norte de
Escocia o la Muralla China respondían a las condiciones bélicas de su
tiempo, pero la tecnología militar de nuestra época -naval y aérea-
impone otra mirada geopolítica de las fronteras.
“Somos contemporáneos de un mundo formado por ejes de poder y de
influencia más que por territorios geométricos.”
La doble ausencia
En el pasado, cuando el flujo de las migraciones no era tan masivo
como en nuestro tiempo, se experimentaba como un choque la adopción de
otra cultura nacional. Había una brecha en la relación del migrante
con el país de acogida y había también una rotura en su relación
consigo mismo. Esta persona no podía experimentarse a sí misma junto
con otras o como en su casa en el mundo. Al contrario, se
experimentaba a sí misma en una desesperante soledad y en completo
aislamiento. El emigrante que no vuelve sufre una “doble ausencia”,
según le llama a este desarraigo el sociólogo argelino Abdelmalek
Sayad.
Durante el año 2008 los mexicanos empleados legal o ilegalmente en
los Estados Unidos enviaron a sus casas 25 mil millones de dólares,
para mantener a sus familias y también para facilitarles la
emigración. Es decir: 2,083 millones de dólares al mes, 480 millones a
la semana, 68 millones diarios y 2 millones y medio cada hora.
Al enviar de Estados Unidos a México esas remesas, los emigrantes
mexicanos -lo mejor del país, su nueva sangre, su capacidad de
reproducir a la especie mexicana- alivian en gran parte la tensión
social y le quitan un peso de encima al gobierno en turno. Se van los
mexicanos jóvenes más sanos y también se va su semen. Sus remesas son
apenas superadas por las de las exportaciones de petróleo y son
superiores a las de la inversión extranjera directa. No es posible que
a la larga o a la corta esto no tenga un efecto cultural, social y
político.
La aventura de la migración, pues, ha pasado a ser un drama en la
última década del siglo XX y la primera del XXI. “Disueltas idolatrías
y utopías, derrumbados los colonialismos, derribados los muros,
cortados los alambres de púas, llegaron los tiempos de las fugas, de
los éxodos desde países de mala suerte y mala historia”, según el
escritor siciliano Vicenzo Consolo.
Al periodista polaco Ryszard Kapuscinki le tocó ser testigo de dos
grandes acontecimientos migratorios en sentido físico y en sentido
político: la migración del campo a las ciudades (a principios del
siglo XX, la población urbana mundial era del 15 por ciento y hoy es
del 75) y la independencia política de las colonias.
Desvanecida la esperanza socialista, impacientes porque no pudo
estrecharse el abismo entre la miseria y la riqueza, millones de
jóvenes y de familias enteras optaron por dar el salto a tierras menos
frustrantes. “Cambiaron de táctica”, dice Kapuscinski, “recurriendo a
una penetración lenta por medio de la migración. Hombre tras hombre,
familia tras familia, salen en busca y encuentran su pequeño lugar en
el mundo desarrollado. Recogen fresas o limpian casas en California,
venden abalorios a las puertas del Panteón de París o junto a la
inclinada torre de Pisa”.
Sin ser la única tragedia de nuestro tiempo (aparte de la epidemia
del sida o del alzhéimer, las guerras fraticidas, religiosas e
interétnicas, el terrorismo, las masacres con armas bioquímicas, los
bombardeos de población civil), la aventura migratoria -acuciada por
la ilusión y la no improbable culminación feliz- no ha significado
poco sufrimiento.
Para los indigentes o desempleados, carentes de documentos, las
fronteras equivalen a un encierro y a una barrera que les limita su
derecho al trabajo y a una existencia digna. Y puesto que no tienen
más que una sola vida -y un solo capital: su juventud y su fuerza de
trabajo- no vacilan en intentar el salto y, como la Alicia de Lewis
Carroll, cruzar el espejo, aunque en la casa que está del otro lado
todo parezca estar al revés: las palabras, por ejemplo, los letreros.
Los pusilánimes se quedan atrás.
Este tránsito, sin embargo, está lleno de escollos y animales
venenosos, arenas desérticas y temperaturas superiores a los 46 grados
centígrados. No pocos terminan en la muerte por sol. Padecen los
efectos de la deshidratación, el asalto de los bandidos, el abandono
de los traficante de vidas humanas, el acoso de las policías de ambos
lados. Fallecen asfixiados en camiones cisterna o en contenedores. En
otras latitudes, entre África y Europa, en las costas de las islas
Canarias y de Sicilia, conocen la muerte por agua y sus pateras o
botes salvavidas se convierten en ataúdes sin lápidas.
Y es que la capacidad de ilusión del ser humano no tiene límites,
especialmente si se es joven y se cuenta con un espíritu arrojado y
audaz. Gracias a la televisión, la riqueza de otras naciones entra en
las casas como espectáculo o como publicidad y, en consecuencia, como
deseo: se anuncia un producto pero al mismo tiempo se vende un estilo
de vida y se cultiva una promesa.
Cuenta Hans Magnus Enzensberger en su estudio La gran migración que
en épocas de pleno empleo en Estados Unidos se llegó a reclutar a diez
millones de inmigrantes, tres millones de magrebíes en Francia, cinco
en Alemania, donde ya tienen residencia legal.
A fin de restablecer la pirámide de edad, se calcula que en Estados
Unidos es necesaria la llegada anual de cuatro a diez millones de
inmigrantes jóvenes, mientras que en Alemania se requiere de por lo
menos un millón.
La gente escapa de las enfermedades y las dictaduras, abomina del
desempleo y el hambre, huye del campo en donde se ha extinguido el
modo de vida rural o la desplaza la mecanización de la agricultura,
emigra a las ciudades o se juega la vida yéndose al extranjero. Porque
el emigrante no se va a esperar a que se disuelva la polaridad cada
vez más distante entre ricos y pobres, porque está harto de la miseria
y la impotencia, porque sabe -como escribe Kapuscinski- que “la
pobreza es una especie de sida social y al igual que el sida, en la
mayoría de los casos, es incurable”.
La ola migratoria
Sin embargo, en nuestros días, la situación ha cambiado. Por la fuerza
de los hechos y el aumento de la ola migratoria, se establecen de
manera más natural las relaciones entre el inmigrante que llega y la
gente del país anfitrión. Los prejuicios raciales, que no dejan de
existir y perturbar, se trascienden por el impulso natural de la
atracción sexual y el paso del tiempo, las generaciones de jóvenes que
sustituyen a las de sus padres y abuelos, van enriqueciendo las
poblaciones multirraciales en los países europeos, por ejemplo.
“La emigración es una verdadera mina de oro para la sociedad que la
recibe”, sostiene la novelista española Rosa Montero. “En su inmensa
mayoría, los emigrantes son lo mejor de sus países de origen: las
personas más emprendedoras, más despiertas, más valientes, más
activas, más responsables.”
Debido también a esta novedad de nuestro tiempo, han surgido nuevos
fenómenos sociales y culturales como la formación de las comunidades
transfronterizas o transnacionales en los países de llegada.
Total, que la composición de lugar de esta primera década del siglo
tiene rasgos que antes no habían contemplado (porque no estaba allí)
los sociólogos, los antropólogos y los etnólogos.
Enzensberger dice también que apenas es el comienzo, que no tenemos
ni idea de lo grave que va a ser el problema de las emigración dentro
de quince o veinte años. El caso es que, por el cambio generacional de
los emigrantes, ya no se vive una “doble ausencia”: se construye más
bien otra identidad nacional que nunca abandona sus valores culturales
originarios. Es el caso de los nietos de hindúes y paquistaníes en
Inglaterra o de los hijos y nietos de los argelinos en Francia.
La frontera ideológica se erigió en la Cortina de Hierro, pensada
por Winston Churchill, y se desmoronó -como un montón de piedras- con
la caída del muro de Berlín.
La aceleración de la globalización ha hecho porosas todas las
fronteras, anota Dominique de Villepin: “Ya ninguna es impermeable a
la circulación instantánea de la información, que pasa a través de
cables submarinos o por satélites estacionados en el espacio. Muy
pocas erigen todavía barreras a los flujos de capitales y de
mercancías.” Las migraciones irrefrenables cuestionan las fronteras
antiguas. Ciento cincuenta millones de personas emigran cada año en el
mundo. Veinte millones de refugiados buscan asilo.
Paradójicamente, antes de la globalización el mundo era un pañuelo,
según decía Manuel Vázquez Montalbán. Tenía uno otra manera de
vivirlo. La aldea global de Marshall McLuhan nos es común a todos,
pero al mismo tiempo nos queda grande.
En la primera década del siglo vivimos en un espacio de flujos de
dinero proveniente de la economía criminal. Todo el mundo
-principalmente los banqueros y los narcotraficantes- comete un crimen
incruento: el lavado de dinero negro. Estas maniobras financieras
transnacionales serían inconcebibles sin los flujos paralelos de la
información audiovisual, de las novedades culturales, musicales,
cinematográficas, televisivas, y sin la beligerancia de las
organizaciones criminales que se aprovechan de la tecnología más
avanzada (antes sólo de uso militar, el Internet, el teléfono celular)
para acrecentar su poder y su logística.
Máquina de tortillas
En este contexto geopolítico y económico se da el surgimiento de las
llamadas “comunidades transnacionales”. ¿Pero cómo puede haber una
comunidad sin ley propia, sin territorio y fuera de su país original?
La globalización ha venido a trastocar lo que hasta ahora se ha
entendido por
Estado-nación y comporta dinámicas nuevas con las que van apareciendo
fenómenos exclusivos. Uno de ellos precisamente es el de las
“comunidades transnacionales”.
Un ejemplo sería el de los grupos de colombianos que tienen su
asiento en el Bronx, en Nueva York. Colombianos de Cali, Medellín,
Pereira, Cúcuta, Bogotá o Cartagena, constituyen una comunidad que si
bien se ha ido integrando a la cultura norteamericana -o neoyorkina
específicamente- conserva sus usos y costumbres, su estilo, que
perviven en sus pueblos de Colombia.
Una vez llegó también al Bronx un poblano con una máquina de hacer
tortillas. Después, poco a poco, su barrio empezó a llenarse de
jóvenes mexicanos, pero casi todos de Puebla. Son la mayoría de los
muchachos mexicanos que trabajan en Manhattan en las tiendas o en los
restaurantes.
-Ni me digas de dónde vienes, paisano.Eres poblano -les dice uno.
-Sí, de San Martín Ixmilucan.
Lo mismo sucede en Los Ángeles con la comunidad oaxaqueña zapoteca o
en San Quintín, Baja California.
Piénsese como un ejemplo espejo lo que se reconoce como “comunidades
de internet” que también, obviamente, son supranacionles. Comunidades
de artistas, pintores, cardiólogos, etcétera, se comunican desde
diferentes partes del mundo a lo largo y ancho del espacio
cibernético.
Puede uno sentir -por las facilidades, el precio y la abundancia de
vuelos aéreos, por el teléfono fijo o celular, los cajeros
automáticos, el correo electrónico y la red- que vive varias ciudades
al mismo tiempo, es decir, donde están sus afectos, es decir, su
comunidad personal.
Dice Federico Besserer que algunos miembros de la comunidad de San
Juan Mixtepec, Oaxaca, transitaron de su condición de sanjuanenses a
estadounidenses, sin pasar por la mexicanidad, ya que su condición de
indios era considerada en México el oxímoron de la nacionalidad
mexicana. Y algunos han aprendido el inglés primero y no el español:
“En 1995, cuando me paré en un minisúper en la salida de Halfmoon
Bay, al norte de California, como a las seis de la mañana, escuché a
una niña ordenar: Get the guets!
-¿Qué es eso? -le pregunté en español y me di cuenta de que la niña
no lo hablaba.
-¿What do you mean by “guets”? -le pregunté de nuevo.
-Las tortillas, en zapoteco, pendejo -me explicó la niña.
Y eso se debe, pues, al cambio de lo que antes, desde Thomas Hobbes y
los enciclopedistas franceses, se reconocía como “Estado-nación”.
En cuanto al sentido de pertenencia ¿cuál es la patria chica, el
terruño, si no esos espacios transnacionales?
Michael Kearney cree que asistimos al fin del Estado nacional y que
las comunidades transnacionales le dan cuerpo a lo que en el futuro
será la relación entre Estado y sociedad.
La comunidad transnacional de San Juan Mixtepec, Oaxaca -según los
estudios del antropólogo Federico Besserer-, incluye Harrisonburg,
Virginia; Arvin, California, Chandler Hights, Arizona, en Estados
Unidos, y San Quintín, en la península de la Baja California, México.
En Madera, California, como en la colonia Maclovio Herrera, en San
Quintín, viven más de mil mixtecos en cada una.
Han dejado atrás la visión territorial de la “comunidad” y han
incorporado el viaje, el movimiento, como una nueva tradición.
La idea que subyace en el concepto de ciudadanía transnacional es
que el migrante tiene todo el derecho de ser ciudadano sin que por
ello tenga que renunciar a su identidad nacional. Por eso son muy
pocos los países que niegan la doble nacionalidad. Es de lo más común
ahora que una persona tenga dos pasaportes.
El contexto de todo ello es lo que los norteamericanos llaman
globalización y los franceses mundialización. Este panorama
internacional es nuevo porque se caracteriza por algo que antes no
estaba allí. Los flujos migratorios cada vez más densos van creando en
los migrantes nuevas formas de identidad y de pertenencia que van
mucho más allá del multiculturalismo.
Empiezan a ponerse en entredicho casi todas las formas de control de
las diferencias basadas en la territorialidad, la cada vez mayor
movilidad, el aumento de la migración temporal, cíclica, y periódica,
los viajes cada vez más fáciles y más baratos, la comunicación
producto de la revolución tecnológica. Y son nuevas estas formas de
adscripción identitaria especialmente desarrollada entre los
inmigrantes.
Su identidad no se basa en un cierto territorio y por eso son un
fuerte desafío a los conceptos convencionales de pertenencia a una
sola nación, a un solo Estado.