Detesto las mitificaciones y siempre he repudiado esa tendencia a ensalzar globalmente a las mujeres que algunas (pocas) feministas muestran, como si por el azaroso hecho de nacer hembra una fuera ya un dechado de virtudes. Pues mira, no. Hay mujeres miserables y crueles. Somos meras personas, con todas nuestras luces y nuestras sombras. Y eso es lo que debe reivindicar el verdadero feminismo, o el antisexismo: el derecho a ser humanas en toda la inacabable diversidad que ello conlleva. De hecho, creo que no gozaremos de verdadera igualdad social hasta que las mujeres podamos ser tan inútiles y mentecatas como algunos hombres sin que eso se nos reproche triplemente.
Ahora bien, una vez dicho esto, debo añadir que últimamente estoy muy emocionada con las mujeres. Con algunas mujeres. Con todas esas ancianas, niñas, jóvenes, señoras maduras o adolescentes que están luchando de manera titánica y heroica por cambiar el mundo. ¿A qué ciego, a qué acomplejado se le ocurrió la risible, absurda idea de que las mujeres son el sexo débil? ¿Todas esas hembras que han parido con dolor y estoicismo, que han cuidado de su prole con abnegación, que han defendido a su familia con valerosa furia?
Hace unas semanas, el mundo entero hablaba de Malala, esa maravillosa niña paquistaní que se enfrentó a los talibanes reclamando su derecho a estudiar y a la que metieron una bala en la cabeza. Por cierto que esa batalla no la está librando sólo ella: también están las otras niñas que apoyan a Malala en Pakistán a cara descubierta, y están sus madres y sus hermanas y sus abuelas, y están las alumnas que acuden a clase en Afganistán aunque saben que por ello pueden morir (han puesto varias bombas contra colegios de chicas).
Pues bien, apenas se había apaciguado el estremecimiento que el atentado contra Malala nos provocó, cuando otra noticia escalofriante vino a partirnos el corazón. Hablo del asesinato de María Santos Gorrostieta Salazar, la ex alcaldesa mexicana. Y no se trató sólo de un asesinato: la secuestraron; la retuvieron durante dos días; la torturaron, y luego la mataron. Cuánto miedo tuvo que pasar, cuánto sufrimiento, qué horrible indefensión.
Y qué valor tan extraordinario. La historia de María me parece tan enorme, tan ejemplar, que sé que mis palabras no pueden estar a la altura de su vida. Tenía 36 años, tres hijos pequeños. Era muy guapa: googleala y verás su fuerza, su expresión, su bella sonrisa pese a todo. Era médico de profesión; podría haber escogido vivir una pequeña existencia satisfactoria y protegida, pero, en vez de eso, de 2008 a 2011 fue alcaldesa de Tiquicheo, un pequeño pueblo en Michoacán, territorio dominado por los narcos. Esto es algo muy habitual en el trágico México de los últimos años: son las mujeres las que están ocupando unos puestos públicos que nadie más quiere porque suponen una muerte casi segura: las alcaldías, las jefaturas de policía… No es la primera víctima femenina de esta guerra civil contra la barbarie. Una legión callada de heroínas suicidas.
El caso es que el 15 de octubre de 2009 atentaron contra su vida. Sufrió gravísimas heridas y su marido murió, pero pese a esa terrible pérdida María no abandonó. Apenas cuatro meses más tarde volvieron a atacarla; sobrevivió de nuevo, aunque con brutales laceraciones. Poco después, la foto de su cuerpo destrozado, recosido, con un estoma abdominal, dio la vuelta al mundo: María se retrató para que vieran lo que habían hecho con ella. Todo ese sufrimiento debería haberle roto el espinazo, cualquiera en su lugar se hubiera rendido, pero María siguió adelante. En una entrevista que le hizo Pablo Ordaz en 2011 dijo: “A pesar de mi propia seguridad y la de mi familia, tengo una responsabilidad con mi pueblo, con los niños, las mujeres, los ancianos y los hombres que se parten el alma todos los días (…). No es posible que yo claudique cuando tengo tres hijos a los que tengo que educar con el ejemplo”. Tal vez sea eso, ese plus grandioso de madres leonas, lo que confiera a estas mujeres semejante temple, tan increíble coraje, esta impresionante dimensión moral.
Cuando María dejó la alcaldía en 2011 no se marchó: podría haber emigrado a tierras más seguras y nadie se lo hubiera reprochado. Pero seguramente quiso seguir dando ejemplo. Entonces el PRI volvió al poder el pasado mes de febrero y le retiró la escolta a María, que era del partido competidor. Esos cobardes que la dejaron sin protección son tan culpables como las sabandijas que la asesinaron. No puedo dejar de pensar en sus últimas horas, en su martirio. María Santos Gorrostieta Salazar. Déjame que repita su nombre: María Santos Gorrostieta Salazar. Sin ella, y sin todas esas mujeres asombrosas que hay como ella, este planeta sería un lugar inhabitable.