Por Benjamín Anaya, Chicago.-
Salir a caminar las calles nevadas del crudo invierno, durante esta suerte
de tiempo de *resurrección cívica* que se vive en Chicago, nos da la certeza
de que, después del molesto catarro que abismó los últimos 100 días de
George W. Bush (en los últimos cinco hubo tres *below zero*, bajo cero en
escala Farenheit), al parecer llegó la fiebre junto con la medicina
milagrosa, que el pueblo estadounidense cree tener en el mago de la
esperanza, su nuevo presidente Barack Obama.
Cuando éramos niños de la ciudad de México, la ordenanza habitual en el
presidencialismo caciquil era atender la toma de posesión, acto ritual por
excelencia, protocolariamente pero en casa, todos de pie. Paraban las
clases, se detenía el mundo en el juramento ante el congreso, pertrechado
por la brillantina y la corbata civil ante un ejército siempre alerta,
siempre en diciembre, cuando todo mundo quería ya iniciar el festejo del
periodo navideño con una nueva (y siempre inútil) esperanza redentora.
Quizá por eso, los chilangos entendamos de otro modo las celebraciones
y las fiestas civiles, que generalmente se acompañaban de Ley Seca, pues el
festejo era siempre con los *cuetes*. Los chicaguenses lo han celebrado
trabajando normalmente, los niños en las escuelas y nada de desorden. Si
acaso, la aglomeración en Hyde Park, con la comunidad afroamericana a todo
lo que da, por ver realizado el sueño de Martin Luther King Jr., y las
pantallas gigantes en la plaza del *Chicago Tribune*, en la céntrica
Michigan Avenue, que acompañan este escrito.
Para entender mejor el termómetro político actual en los Estados
Unidos, se debe vivir no en Washington, D.C., sino en Chicago, Illinois, de
cuyo *Southside* emergió el presidente 44 de los EEUU, primero como
organizador comunitario y catedrático en la afamada School of Law de la
Universidad de Chicago, hasta la presidencia. La temperatura de esta fiebre,
no sólo fue causada por Obama: al escándalo del gobernador del estado Rod
Blagojevich subastando el escaño vacante del hoy presidente, sólo lo
atemperó su ungido, el inicialmente rechazado y finalmente juramentado
Roland W. Burris, senador sustituto por dedazo al más puro estilo priísta.
Y el termómetro indica claramente fiebre con sobredosis de información
que cae en chisme, aumentando los calores del plató mediático: para empezar,
en el programa de mayor *rating* conducido por la principal obamaniaca Oprah
Winfrey, las pretendidamente silenciadas declaraciones de la esposa del
vicepresidente John Biden, en la víspera de su investidura, sugiriendo que
éste pudo haber escogido entre su cargo ayer juramentado, y ser Secretario
de Estado, “porque casi no lo veríamos en casa”…; o el contrastante frío
resistido en camisa por el octogenario Pete Seeger en el concierto para el
nuevo pop star, acompañado por el incondicional Obama-fan Bruce Springsteen,
Beyonce, U2 y Shakira, a quien Barack se dirigió específicamente.
*Obamanía* se llama esa fiebre de fervores y nuevo culto que
trasciende lo mediático y se convierte en cultura popular. Fiebre de saber
los entresijos de la vida de Barack: quién le corta el pelo, quiénes eran
sus compañeros de la “cascarita” matinal basquetbolera, si podrá o no
utilizar su adorado Blackberry, o si las hijas irán a los shows de Hannah
Montana; quién vestirá a Michelle y quién a sus princesas. Lo que es muy
cierto es que, aunque no quieran, los Obama son comparados con John F.
Kennedy y Jacqueline, así como Malia y Sasha lo serán con Caroline y John
Jr.
Si la familia más popular de la actualidad y sus miembros se
convertirán en estrellas de Hollywood (como acusó John McCain durante la
campaña), eso depende de cómo el primer mandatario logre canalizar la *
esperanza*, el *cambio* y el *sí podemos*, que de ser “yes, we can”, pasó a
ser “yes, we did”. Es decir, de qué tan buena resulte la película, pues
tiene excelentes argumentos para conformar el guión, y si el filme será un
éxito mundial, como se espera, o de actuación decepcionante o desigual.
Todo lo demás sería inocuo si no opera en la realidad la fantasía
febril, que rompe récords y deja a los republicanos tan agrios como la cara
de George W. Bush en esa ceremonia… o como el rostro de los así llamados *
latinos*, tristes por la declinación obligada a su nominación por el Oscar
de la Economía, de parte del ansiado Bill Richardson, o por la inasistencia
de Obama a la gala con Marc Anthony, Jennifer López, Alejandro Sanz, Lila
Downs, y otros más, a quienes dejó plantados el nuevo mandatario.
Por lo pronto, hoy todos visten su camiseta. Y el ánimo multirracial,
multicultural, multiétnico que invoca su culto, fue atinadamente perfilado
entre los participantes de la ceremonia de investidura. El cuarteto de lujo,
conformado para el estreno de la obra de John Williams, por el maestro
israelí Yitzhak Perlman, el fenómeno del violonchelo de origen chino Yo-Yo
Ma, y el afroamericano Anthony McGill, contó con la pianista venezolana
Claudia Montero, y representó, junto con las continuas alusiones a su propio
padre en su discurso de diecinueve minutos y dos segundos, una señal de que
Barack Obama no tiene miedo de comprender la diversidad, ni a las minorías,
ni de resolver conflictos como el de Medio Oriente o Latinoamérica.
Los mexicanos siempre queremos que se nos mencione: somos afectivos.
Nos hubiese quizá gustado en el amor propio, una mención explícita, un *Cielito
lindo*, qué sé yo. Ya tuvo un gesto, recibiendo a Felipe Calderón, y
regalándole poemarios de T.S. Eliot y Ralph Waldo Emerson, a cambio de la
sopa de tortilla en el desayuno la semana anterior. Pero nuestra presencia
no le pasa desapercibida, pues a sólo quince minutos de su residencia en
Hyde Park, están los barrios de La Villita y Pilsen, y le circundan a ese
enclave en que se aloja la Universidad de Chicago —que fue su espacio de
sueños y realidades—, millones de inmigrantes que esperan ser regularizados
para integrarse al proceso que hoy despierta entusiasmos, y que de ser
contemplado con seriedad, puede convertirse en un motor económico, como lo
ha demostrado nuestra comunidad en esta ciudad, durante los últimos 60 años.
Falta ver entonces la pericia política de México y los mexicanos, para
darle argumentos a Obama, y transformar la Obamanía en una realidad viable
que resuelva afirmativamente esta relación entrañable. Mientras tanto, una
alegría multicolor ha detenido las nevadas.