“CON BESTIA O SIN BESTIA VAMOS A SEGUIR MIGRANDO…”

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Ahí están, en la Casa del Migrante de Arriaga, Chiapas, esperando ansiosamente ese sonido que romperá su letargo de horas y horas: el ruidoso bufar de La Bestia anunciando su llegada. El silbido del tren. Entonces saldrán y se acercarán a las vías, se esconderán entre árboles o muros de casas, para acechar, para observar que no haya ningún operativo de agentes de migración, de policías federales, o de soldados que los quieran cazar. Y entonces, ya, a trepar al lomo del monstruo de fierro. Ahí van, cargando todas sus ilusiones a cuestas junto a sus inseparables gorras y bag pack. Ahí van, con sus historias de violencia o miseria grabadas en las entrañas. Ahí van, con sus miradas aterradas o desconfiadas, la mayoría. Todos, los novatos y los veteranos. Las mujeres más. Ellas van silenciosas. Ellas son las que más abusos sufren. Pero ni hombre ni mujeres tienen opción: o lo intentan, o lo intentan.

Son ellos, los migrantes centroamericanos. Los domadores de La Bestia, los que se atreven a cabalgarla, aunque algunos terminen devorados por el monstruo de miles de toneladas. Como le ocurrió a un joven guatemalteco hace tres días, que acabó entre fierros al huir de un operativo… y ahora va a sufrir la amputación de un pie.

Eso sí: son duros, persistentes. A eso los obliga la vida ruda de la cual huyen. Aunque el gobierno mexicano haya endurecido su política migratoria, afirman, con arrebatos de dignidad, que persistirán:

“Con Bestia o sin Bestia vamos a seguir migrando. Aunque sea más peligroso y tengamos que caminar y caminar”, dice un guatemalteco.

“No estoy de acuerdo (con las nuevas medidas migratorias mexicanas), porque va a haber más ladrones, secuestradores y muertos, pero a las personas no las van a detener. Siempre van a buscar otros caminos”, secunda un hondureño negro, entrevistados ambos en la Casa del Migrante.

Unos están tirados en el suelo, arriba de colchonetas. Tratan de dormir, aunque sea mediodía. Otros atisban en un televisor. Recién han hecho las camas de sus dormitorios, hileras e hileras de literas. Unos más caminan en un patio bajo los rayos del sol. Hacen vida vegetativa hasta que escuchen el silbato anhelado, el del tren.

—¿Haga lo que haga el gobierno mexicano van a seguir viajando?

—Sí. La necesidad lo hace a uno. Por otros caminos nos vamos a tener que ir y va a haber más delincuencia, ellos van a aprovechar para secuestrar más. Va a ser más complicado para nosotros, pero vamos a seguir… —dice otro hondureño que ya lleva seis montadas en el ferrocarril.

Son dos hondureños y un guatemalteco los que aceptan platicar ante la cámara de televisión. Los demás, una docena, no. El miedo por delante, siempre. El moreno repela por las medidas migratorias mexicanas:

—No estoy de acuerdo con eso, porque varios nos vamos a querer ir en bus y va a ser más facilito para que nos agarren, ¿me entiende? Yo voy a seguir adelante, siempre en el tren, pues. Como quiera voy a buscar la manera de cómo agarrarlo, porque es la ruta que me lleva a la frontera. Y va a estar feo, me entiende. Pero no nos van a parar porque es el único camino, el tren. A mí, tres veces me le voy pelando a la Migración, no me han podido agarrar. No sé si de aquí a allá me van a agarrar, pero como quiera voy a seguir con la mente en alto, siempre voy seguir mi lucha, pues, porque yo quiero llegar, yo quiero estar con mi familia…

—¿Con Bestia o sin Bestia ustedes van a seguir migrando?

—Pues sí. Con el tren o sin el tren voy para arriba y si me toca caminar un mes, lo voy a hacer…

Lo secunda su compatriota de camisa roquera que tiene cuatro viajes de experiencia…

—Sí, vamos para arriba. La necesidad le hace a uno hacer todo. No nos van a parar. Siempre vamos a seguir luchando. Yo le quisiera decir al gobierno mexicano que le pare a todo eso, porque más tiempo se está perdiendo, y más vidas, y uno no viene a hacer nada malo en estos caminos. Uno solo quiere seguir adelante.

Se quedan ahí todos, con sus cavilaciones, con sus murmullos.  De cuando en cuando miran las banderas de sus países. Todos pululan como somnolientos. Hasta que los despierte un aullido bestial: el pito del tren…

***

Ya en el tren, ahí andan decenas y decenas más de migrantes, hombres y mujeres que se arriesgan a cada instante: La Bestia tiene espasmos que pueden ser letales. De cuando en cuando da latigazos brutales por sus cambios de velocidad y quienes no están bien asidos de los fierros salen volando, como una mujer guatemalteca que vuela un par de metros por el suelo de la góndola y se golpea en cabeza y espalda. La libró. Otros mueren o quedan mutilados al caer sobre las garras rodantes del animal de las vías. Nada les importa a los migrantes. Es poca cosa en relación con otros terrores:

“Allá, en Honduras, te matan por cualquier cosa”, dice otro joven. “Así que tenemos que ir a nuestro sueño, pase lo que pase”, agrega. Las horas transcurren bajo un despiadado sol que provoca insolaciones y desdeshidratación. No hay mucho que hacer: tratar de cubrirse con un plástico, o con ramas que van arrancando de los árboles que rozan el lomo del gigantesco animal de acero. Muchos dormitan de pie. Algunos más van viendo hacia las máquinas, hacia adelante, hacia las vías, por si alcanzan a ver alguna señal de un operativo. Y luego, vienen los chubascos. Y la enfermedad que brota. Ahí va uno con sus medicamentos, con sus ojos llorosos, con el rostro pálido ya.

La Bestia hace una pausa. Los migrantes bajan del tren a buscar alimento. Aquí no les regalan nada como Las Patronas en Veracruz. Aquí les cobran 25 pesos por un huevo y arroz con tortillas. Y, mientras anda el tren de nuevo, cada uno cuenta sus historias, como este joven de mirada vivaz:

—En Honduras está fea la violencia y el hambre. Aquí con cinco pesos uno se compra un puñito de tortillas. Con $50 pesos comes bien. Allá un fresco vale $50 lempiras y al día uno gana $100 lempiras. No vas a tomar puro fresco todo el día. Y tienes que alimentar a tus hijos, a tus papás. A la mamá que siempre lo ha ayudado a uno en las buenas y en las malas. Por eso lo bendice cuando se va uno: “Ojalá llegués”. Lo único que quiere uno es una casa, que coma bien la familia, que estén bien los hijos. Ese es el sueño americano. Uno trae tanta fe que va a arriesgar la vida por ellos. Y allá cualquier día te matan por nada. Uno llega, o uno no llega. Te puedes quedar en el camino. ¿Me entiendes?

—¿Los entendemos?

—¿Haya tren o no van a seguir intentando?

—Sí, claro. A pie nos vamos. Dándole a ver hasta dónde le pegamos. Y primeramente Dios. Aunque sea más arriesgado. Mientras no andemos haciendo nada malo por donde quiera podemos andar…

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