Saltillo, Coahuila. Pasar por Saltillo los convirtió en delincuentes. Tuvieron la mala suerte de toparse con los GROM S, peor que ‘La Bestia’, peor que ‘La Migra, peor que el crimen organizado, peor que animales furiosos, peor que cualquier pesadilla… Hoy, desde el Cereso de Saltillo, narran lo vivido esperando la justicia de lo que llaman Derechos Humanos.
Sintió que los nervios se le reventaron cuando el cañón helado de la pistola bajó des..pa…cito por su cabeza, su frente, la nariz, hasta entrar dentro de su boca.
“¡Abre la boca!”, le ordenó alguien y él obedeció, “¡ahora sí vas a ver quién te va a matar, hijo de tu pinche madre!”, le dijo una voz como de falsete, supo entonces que era una mujer.
Se llamaba Gracia, entendió, porque oyó que así la mentaban, “¡Gracia!”, los oficiales de uniforme negro y capucha que habían ido por él y sus camaradas migrantes, seis en total, hasta su cuarto de hotel en el centro de Saltillo.
Eran del Grupo de Reacción Operativo Metropolitano (GROM), supo desde que los vio empujar la puerta y arremeter a golpes contra todos.
“Si me va a matar, máteme, pero ya no me haga sufrir”, suplicó y abrió la boca, grande “¡te vas a morir!”, oyó que le dijo la mujer y pensó “creo que hasta aquí llegué…”.
“¡Clap!, escucho como si alguien hubiese jalado del gatillo, su rostro se contrajo, movió su cabeza, instintivamente, hacia un lado y sintió como si la bala le hubiera penetrado hasta el mero fondo de su cuerpo.
Pero no, seguía vivo.
A lo lejos, quizá en otra pieza de aquella casa abandonada, él cree que era una casa abandonada porque no podía ver, los policías le habían cubierto la cara con su propia camiseta, oía los gritos de dolor de sus compañeros mezclados con otra voz que amenazaba “ahorita se los vamos a llevar a los Zetas, para que los maten…”.
No dijo nada, tenía los nervios reventados y lo único que quería era que ya lo dejaran en paz, pero ellos más se ensañaban.
Le parecieron racistas, porque la habían agarrado contra él y otro de sus amigos hondureño, “a ver, tráeme a esos dos negros que no me caen bien”, dijo uno de los oficiales.
Alguien los jaló y los aventó al suelo contra el esqueleto de un colchón, al menos es lo que él cree, porque su espalda desnuda quedó clavada entre fierros y resortes.
Los dos tenían los ojos cubiertos con sus playeras y estaban maniatados por detrás con esposas..
Otro, el mismo, quién sabe, les arrojó un balde de agua fría y enseguida sus cuerpos se sacudieran con la descarga eléctrica y ahora sí, sintió que se iba a morir.
“¿Qué sentirían ellos si fueran a mi país y les hicieran esto mismo?”, se preguntó, Edwin Salomón Martínez Aguilar, hondureño, todavía atontado por los electroshocks, la corriente haciendo brincar su cuerpo, “como cuando uno está convulsionando”, y luego ese ruidito prrr, de la electricidad entrando y saliéndole por los poros.
Edwin, que es huérfano, se acordó entonces de las golpizas que le daba de niño su madrastra con fajas, alambres, lazos mojados y tablas, cada que le entraba la loquera y explotaba en cólera.
Pero su mayor desgracia, y la de sus camaradas migrantes, ocurrió, no se le olvida, a mediados de mayo de 2013, un año que la Casa del Migrante de Saltillo, ha calificado como el más nefasto en el caminar de los migrantes, después que ha registrado en sus archivos cerca de 36 casos de detenciones arbitrarias y tortura, por parte de la Policía Municipal y el Grupo de Reacción Operativo Metropolitano (GROM), hasta hace unas semanas bajo el mando de la municipalidad, en contra de migrantes que transitaron por esta capital.
“Es inconcebible. No me explico por qué de este odio y por qué esa decisión de tratarlos con tanta crueldad ¿Cuál es la razón?, ¿en qué forma los migrantes significan para ellos una agresión, una amenaza? No me explico a qué obedece todo esto”, declara el padre Pedro Pantoja Arreola, asesor general de “Belén Posada del Migrante” y de la organización “Frontera con Justicia”, en Saltillo.
Edwin tampoco se lo explicó cuando oyó que azotaban a alguien en el cuarto contiguo.
Eran los GROM que tenían a Irwin Alejandro Acosta, un Guatemalteco, agarrado por los brazos, mientras le atizaban golpes en el estómago con los puños cerrados.
Un reporte emitido por la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Coahuila, revela, cómo las quejas presentadas por migrantes se incrementaron de 12 el año pasado a 20 hasta octubre de 2013.
Las denuncias versan sobre allanamiento de morada, prestación indebida del servicio público, lesiones y detención arbitraria, siendo las autoridades más señaladas en las quejas el Instituto Nacional de Migración, las policías municipales de Saltillo, Torreón, Piedras Negras y Monclova, así como la Secretaría de Salud.
“Actualmente tenemos 20 quejas, la mayor cantidad de éstas, 14, son de Saltillo, de éstas ya hemos concluido la mayoría, hay solamente cinco en trámite y consisten en violaciones a derechos humanos fundamentales en donde se señalan como presunta responsable a la autoridad municipal, concretamente a la Policía Municipal y a los GROM”, habla Miguel Ángel Hernández Muñiz, visitador general de la CDHE
Luego los policías sentaron a Irwin frente a una barra de concreto, se imagina, porque también tenía los ojos tapados con su playera, y le hicieron comer a fuerza varios platos de frijoles y agua.
Irwin, que tenía el estómago sofocado por tantos golpes, no pudo más y devolvió de una sola arcada la comida.
Alguien, otro, quién sabe quién, lo derribó al piso y le obligó a tragar su vomitada.
“¡Coman perros, si vienen por hambre a nuestro país, pos órale ¡coman! ¿Quién los trae aquí?, muertos de hambre, órale, ¿quieren tragar?, traguen perros…”,vociferó el alguien.
Pero Irwin no le tomó mucha importancia porque lo único que quería, igual que sus compañeros de viaje, era que ya lo dejaran en paz.
Se acordó de las casitas de palmera y carrizal, de los lagos diáfanos y las largas milpas de café, donde trabajaba como cortador en su Santa Elena Petén, Guatemala, por 35 quetzales al día, algo así como 29 pesos mexicanos, que le ajustaban apenas para comprar frijoles y unas cuantas yemas de huevo.
“No hay derecho, ¿qué se imaginarían ellos de que fueran a nuestro país y les dieran el mismo trato?”, pensó.
Entre varios lo levantaron del suelo, “dale con la tabla”, dijo uno.
Irwin, que hasta entonces pudo ver por los agujeritos de su playera a aquellos hombres de negro, sintió el dolor de los impactos de un tubo, o un bat de aluminio, hasta ahora no sabe qué, sobre su columna y las corvas.
A fuerza querían que dijera que trabajaba con la mafia de México.
“Mota, coca, piedra, ¡escriba!¨, le mandó otra voz y le puso delante una libreta. Irwin, que apenas y llegó hasta tercero de primaria, no supo qué hacer, el policía se desesperó y lo agarró a tubazos.
Lo llevaron después a otro cuarto donde escuchó los ladridos desaforados de varios perros “no te muevas, -le dijo una voz- si te mueves te ven a comer…”. Irwin se quedó quieto.
Irwin, es viudo y había dejado a sus cuatro hijos encargados con su única hermana en Guatemala, bajo la promesa de mandar por ellos, nomás consiguiera establecerse en los Estados Unidos.
16 años atrás el migrante había visto morir a sus padres a machetazos por unos delincuentes que les exigieron el pago de una cuota para continuar su viaje en los lomos de la bestia de Pico de Orizaba, Veracruz, hasta Norteamérica.
“Sí, son GROM”, pensó.
En la otra pieza alguien le metió a Edwin una chicharra, de esas que usan en su pueblo para amansar a los chanchos, por el trasero y Edwin lloró.
“¡Marica!”, “¡Marica!”, oyó Villanueva, otro hondureño, que los oficiales le gritaban.
Villanueva estaba tirado en el suelo, asustado, después que a él y a otro de sus compañeros les soltaron a un labrador y a un rottweiler para que los aporrearan.
Cuando Villanueva, que también tenía vendados los ojos con su camiseta, sintió que uno de los perros lo agarró con los dientes por el brazo alcanzó a tirarle una patada y alguien lo derribó al piso de un puñetazo en la cara.
Después uno de los oficiales lo acostó boca arriba con otros migrantes sobre dos esqueletos de colchón y empezó a caminar encima de ellos por sus partes nobles. Al que se tapaba el policía lo agarraba a patadas en la cabezao en la cara.
Varios hombres alzaron en vilo a Villanueva, le descubrieron los ojos, lo sentaron frente a una barra de concreto, con la cara hacia la pared, y le pusieron delante una pluma y una libreta.
Villanueva pudo ver que en el cuarto aquel había esparcidas manchas como de sangre.
“¡Escriba!”, le ordenaron “tanto de mota, tanto de piedra, tanto de coca…”, por cada palabra que Villanueva ponía en el cuaderno el que estaba detrás le daba en la cabeza con un palo ¡plas!
Pero ellos no traían nada, “jefe”, ni siquiera unas monedas para comer.
Se habían conocido un día nublado y lluvioso en las vías del tren, iban todos buscando el sueño.
Los policías levantaron otra vez a Villanueva, lo condujeron a una de las piezas y le metieron la cabeza en una bolsa de plástico. Villanueva oyó que lo insultaban con maldiciones “de esas que dicen aquí en México, ya sabe”.
Villanueva sintió ahogarse dentro de la bolsa y se acordó de los días de calor abrazador en la colonia Villa Ernestina, de su San Pedro Sula, Honduras, donde trabajaba descargando vagones repletos de cemento y varilla “pura carga pesada”, a 50 lempiras por vagón, unos 25 pesos de acá
“En mi país hay muchos mexicanos y los tratamos bien…”, alcanzó a reflexionar mientras la bolsa en la cabeza le permitía recobrar la respiración.
Perdió, como el resto de sus camaradas, la noción del tiempo, no supo si habían transcurrido uno o dos días dentro de la casa abandonada.
“Si les preguntan qué les pasó, dicen que se cayeron del tren, si no, nos los vamos a fumar”, les advirtió alguien a todos y al rato los seis migrantes fueron trasladados al Ministerio Público.
Los policías, de uniforme y capucha negros, pusieron delante del agente del MP una bolsa de polietileno negra con mariguana, habían agarrado a los indocumentados, – dijeron-, vendiendo droga en las vías del tren.
Javier Martínez Hernández, oficial de terreno en Coahuila de la Red de Derechos Humanos de Migrantes, conformada por procuradurías de derechos humanos de Centroamérica, comenta que al menos en los últimos ocho meses más 36 migrantes, en su mayoría hondureños, han sido detenidos en Saltillo con las misma táctica por las fuerzas de seguridad.
“Si tú ves el parte informativo de la policía, en torno a los 36 casos que tenemos documentados de abril para acá, a los 36 los detuvieron en las vías del tren, vendiendo droga y ponen eso porque es una manera de justificar la detención.
“No pueden poner que los detuvieron por ser migrantes, eso ya está fuera de sus facultades. Podríamos decir, ¿y qué tal si sí fueron?, la cosa es que estando dentro del penal salen libres por falta de pruebas”.
Porque ellos no traían nada, “jefe, de verdá”, si ni se conocían.
Se habían encontrado en la estación del ferrocarril de Saltillo una madrugada que hacía mucho frío, y se habían pasado el día entero pidiendo una moneda en la calle pa comer algo.
Al caer la noche, y con lo que habían juntado, decidieron cooperarse para ir a dormir a un hotel barato del centro, el “Hidalgo”.
Ya se habían acostado cuando a eso de las 10:00 y media escucharon que alguien llamó a la puerta.
A Edwin le tocó la mala suerte de abrir y cuando jaló de la manija uno de los encapuchados le apagó las luces de un trancazo y lo mandó al suelo.
Dos más se le fueron encima a patadas en la cara y en la cabeza.
Entonces Edwin, que había trabajado como obrero de fábrica, boletero en los autobuses y mesero, se acordó de su mujer, una hembrita de 17 años con la que había procreado una hija de tres: “qué se va a ir a hacer – le dijo su mujer – aquí como sea, sufriendo, pero vamos a salir adelante”.
Edwin no le hizo caso, quería agarrar el viaje a Estados Unidos y buscarle un futuro mejor a su hija.
En un ratito los policías tenían a todos boca abajo contra el piso, maniatados por la espalda y la cara cubierta con sus propias camisetas.
Los oficiales les estaban pegando, al tiempo que les apuntaban con sus pistolas.
“¿Para quién trabajan?”, alguien les preguntó, “vamos a Estados Unidos”, contestó uno de los migrantes, “son Zetas, hijos de su pinche madre”, replicaron los policías.
Javier Martínez Hernández, oficial de terreno en Coahuila de la Red de Derechos Humanos de Migrantes, conformada por procuradurías de derechos humanos de Centroamérica, dice que el problema de las detenciones arbitrarias y la tortura hacia Migrantes tuvo mucho que ver, en su momento, con el afán de las autoridades municipales por demostrarle a la sociedad que se estaba combatiendo la inseguridad,
“Y los migrantes son un blanco muy fácil, muy vulnerable para que les hagan todo lo que les están haciendo y no haya consecuencias, porque vienen de otro país y no conocen a nadie. Muchas veces vi en Twiter cómo exhibían a las persona detenidas y ponían ‘nuestra nueva policía dando resultados’, y metían una foto de los detenidos.
“De repente empezó a salir que ‘detienen en las vías a migrante que cobraba cuotas a la gente por transitar por ahí’, un migrante cobrando cuotas por pasar por las vías, te imaginas, le va peor, ni siquiera está en su terreno”.
Cuando irrumpieron en el hotel ninguno de los encapuchados se había identificado como de la “policía” y los migrantes pensaron que se trataba un cártel que había llegado por ellos al hotel para secuestrarlos.
Hasta que los sacaron a la calle y los migrantes miraron por los hoyitos de su playeras las camionetas negras, doble cabina, con redilas en la caja y en las portezuelas la leyenda GROM.
El Padre Pedro Pantoja, uno de los activistas sociales más reconocidos del continente, no entiende por qué las autoridades han sido reacias a acatar los tratados y convenciones internacionales en materia de derechos humanos suscritos por México.
“Tanto Amnistía Internacional, como Human Rights Bosch, como la ONU, han acusado fuertemente estas violencias criminales de la policía. Las autoridades de Coahuila nos aseguraron que iban a hacer una exigencia fuerte de una reeducación de estos grupos, en cuestión de derechos humanos, No me explico por qué tanta mala actuación de los grupos policiacos si hay estos diálogos”.
Afuera del hotel se había formado una turbamulta de gente mirando, “¡ustedes que ven hijos de su puta madre!”, dijeron los oficiales y apuntaron a los curiosos con sus rifles.
Era un despliegue que Irwin sólo había visto en las películas.
Luego los encapuchados arrancaron en las patrullas con los migrantes rumbo a la casa abandonada.
Durante el trayecto los oficiales iban insultando y pateando a los migrantes.
Después de dos días de tortura, Irwin quedó tocado para siempre de la columna por los tubazos que le propinaron los GROM.
Villanueva está sordo de una oreja por los golpes que le arriaron los oficiales en los oídos con la mano abierta, una forma de tortura conocida en los bajos fondos como “el teléfono”.
Edwin aun conserva en su piel morena las marcas que le dejaron los incisivos de los perros aporreándolo en un cuarto de la casa abandonada.
“Si les pregunta el médico que qué les pasó, le van a decir que se cayeron del tren”, les ordenaron los policías mientras los trasladaban entre golpes y maldiciones al Ministerio Público a bordo de las camionetas negras.
Días después, cuando los seis migrantes cruzaban la puerta del penal de Saltillo un custodio se les quedó mirando con azoro y Villanueva, que iba atrás del grupo, solo atinó a decir “no, no ando golpeado…”.
Esperando justicia
Hace casi ocho meses que Edwin, Irwin y Villanueva, permanecen recluidos en el penal varonil de Saltillo, cumpliendo una condena de tres años nueve meses por el delito de comercio de droga.
El resto de sus compañeros, (tres), dejaron la cárcel, y fueron deportados a sus países de origen por las autoridades de Migración, luego de que sus familiares pagaron la fianza impuesta por el juez.
En cambio Edwin, Irwin y Villanueva nada saben de sus seres queridos y mucho se temen que este año, el peor para los migrantes centroamericanos que transitaron por Saltillo, van a pasar Navidad y fin de año tras las rejas esperando a que suceda un milagro.