LA FAMILIA REAL SIGUE DANDO DE QUE HABLAR…

HUGO L. DEL RÍO

En los años veinte del siglo pasado, aquel tremendo poblano que fue Luis Cabrera acusó de corrupción, pero a lo bestia, a un alto personaje de la vida pública. El don pretendió defenderse y le exigió pruebas con peso jurídico o legal. El de Puebla le respondió: “Dije que usted es ladrón, no dije que sea pendejo”. Aquí en Nuevo León buena parte de la clase política se manifiesta con tanta rapacidad que ni siquiera hace falta que se dé a conocer evidencia alguna de sus pillerías: ellos solos se incriminan. El Norte ha publicado en dos ediciones consecutivas fotos e información de la maquinaria pesada del gobierno de Nuevo León que trabaja en el terreno donde papá Medina piensa construir –esto allá en San Pedro—unos edificios comerciales. La maquinaria llegó tumbando caña con los logotipos y leyendas del gobierno. Y uno quisiera saber por qué carajos no se tomaron la molestia de retirar las vainas esas que identifican a los aparatos con el sector público. Si lo hacen, ni Dios se da cuenta de la trapacería. Pero no lo hicieron. ¿Prepotencia? Es la única respuesta que se me ocurre. Me parece inconcebible tanto descuido. Y es que, todos lo sabemos, el poder no sólo corrompe: también enloquece e intoxica. La familia real, supongo, se considera intocable. De por sí el cambio de uso de suelo despertó mucho malestar. Papá Humberto llegó de visitante a la oficina del ex Mauricio y con el pretexto de regalarle un libro de Catón negociaron en lo oscurito. El señor Medina Ainslie no es un hombre joven. Me animo a decir que ya dejó atrás el otoño de la vida y comienza a entrar en el invierno. Tiene suficiente dinero para garantizar que vivirá la buena vida los años que aún estará entre nosotros. Más aun: sus recursos son más que suficientes para que sus tataranietos la pasen gigante, con yates, campaña y caviar. Por qué, entonces, tanta obsesión por meterle más doblones a la escarcela. ¿Será el síndrome de Eugenio Grandet? Claro, en el circuito del sospechosismo circulan toda clase de especies: que el billete que maneja y el billete que cae en manos del señor padre del gobernador no es de él, sino del joven Rodrigo. Sea como fuere, el asunto provoca un par de reflexiones. Primera: nunca salió tan caro un libro y segunda: está bien que los regiomontanos tengamos fama de tacaños, pero no es para tanto. Si la familia real se mueve entre una millonada que le abriría el apetito al propio Slim, por qué no gastan unos cuantos pesos para alquilar retroexcavadoras y todo eso en vez de recurrir al parque de material del gobierno. Dicen que no, que no eran armatostes propiedad del pueblo nuevoleonés: que las chingamusas esas son patrimonio de una empresa particular que, como faenó en la reparación de los daños del Alex –je je: el meteoro nos golpeó hace más de dos años y es fecha que el niño Rodrigo no alcanza a desfacer los entuertos de la Madre Naturaleza—usó emblemas del sector público y, bueno, Alzheimer es travieso: se les olvidó retirarlas. He escuchado mejores cuentos. No dudo que sobren constructores que entonen el mea culpa: es buen negocio pasar como gaznápiro durante un par de días a cambio de jugosos contratos. La neta: los Medina le han hecho más daño a Nuevo León que cien huracanes. Pobres millonetas: algunos hombres entran a la Historia por la puerta grande, cubiertos de gloria: en sus 78 años de vida Rolando Guzmán siempre fue ajeno a la tentación del dinero mal habido. Pudo ser rico, muy rico: no tenía más que venderse. Pero era hombre muy hombre. Otros sólo dejan el recuerdo de sus corruptelas. Y pensar que el rector de la UANL, Jesús Ancer, le entregó a Medina la presea que lleva el nombre de Gonzalitos. Vivimos en el tiempo de los canallas, escribió la novelista norteamericana. Catón: qué caro nos salió tu libro.

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