POR ANNE MARIE MERGIER
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Norte de Francia. Poco tienen que ver los campos informales de inmigrantes diseminados a lo largo del litoral del Canal de la Mancha y del Mar del Norte con las “junglas de Calais”. Aquellos albergan un número más reducido de personas –máximo 70 en algunos, son más homogéneos en cuanto a nacionalidades y no son efímeros. Algunos han existido desde hace varios años.
Sólo pudieron nacer porque asociaciones de solidaridad convencieron a algunos alcaldes de poner a su disposición terrenos municipales. Subsisten porque esas mismas asociaciones los administran y defienden. El estatuto de estos campos es paradójico: son ilegales pero tolerados.
Su permanencia se explica también porque son casi invisibles: Están en el campo, disimulados entre árboles en los alrededores de ciudades pequeñas y siempre cerca de alguna de las autopistas por las cuales transitan camiones de carga que van a Gran Bretaña.
Padecen menos redadas que los campos de Calais pero, al igual que en ese puerto, la mayoría de los inmigrantes depende de la ayuda para comer, vestirse y tener agua y asistencia médica.
Los integrantes de las redes de solidaridad son personas de todas las edades y clases sociales. Algunas son religiosas. Otras no. Se definen como simples ciudadanos que “entraron en resistencia” contra la política migratoria francesa y europea. Creen en la hermandad. Creen en acciones concretas. Afirman que solidarizarse y convivir con los migrantes da una nueva dimensión a sus vidas.
Norrent-Fontes
El campamento de Norrent Fontes, 60 kilómetros al sureste de Calais, está al cuidado de la asociación France Terre d´Errance (Francia Tierra de Andanzas). Consta de cuatro rústicos dormitorios de madera donde se alinean decenas de catres. Acoge a unos 60 migrantes, en su mayoría eritreos. Unas 20 mujeres comparten unos de esos dormitorios. Varias acaban de llegar de Italia, se ven exhaustas. Casi todas se rehúsan a hablar.
Melat lleva un mes en Norrent-Fontes y varios intentos infructuosos de pasar a Inglaterra. Tiene 21 años. Salió de Asmara, capital de Eritrea, a finales de 2013. “Me habían dicho que el recorrido era duro, pero nunca imaginé que lo iba a ser tanto”, confía.
Cruzó caminando la frontera entre Eritrea y Etiopía con cinco personas que conocían bien la zona. Se quedó ocho meses en un campo de refugiados y luego logró salir a Sudán con compatriotas suyos. Ahí pagó mucho – no dice cuánto- a un coyote para cruzar a Libia. La travesía del desierto fue atroz: apretujada durante 13 días con otros migrantes en un camión, con un calor insoportable, poco agua, poca comida y una promiscuidad que aún le da escalofríos.
Fue también una auténtica hazaña esconderse de las milicias y delincuentes que siembran el terror en Libia. Pagó a otro coyote para subir a una lancha que la dejó en la costa de Sicilia. El mar estaba tranquilo y, a pesar de estar atestada, la embarcación llegó sin problemas. Ahí fue detenida junto con todos los otros viajeros y pasó tres días en un centro de retención en Caltanissetta. La policía la dejó ir. Viajó en tren –sin pagar boleto- hasta Milán y luego a Calais y Norrent-Fontes.
“Viví a la defensiva nueve meses, día y noche. En todas partes fue violento, empezando por el campo de refugiados de Etiopía. Por la noche sigo con pesadillas. Aquí, en este dormitorio, todas tenemos pesadillas. Cada noche hay mujeres que se despiertan gritando. Algunas quieren hablar para desahogarse. Pero por lo general preferimos no recordar ese infierno. Queremos dejar todo atrás y concentrarnos en la última etapa”, confía en un inglés casi fluido.
Sin embargo, no se arrepiente ni se queja de su periplo. “La vida es así. Mientras más grande es tu sueño, más caro es el precio”.
-¿Cuál es tu sueño?
Nunca volver a Eritrea. Estudiar, si se puede. Ganar dinero para ayudar a mi familia.
Las mujeres que nos rodean hicieron casi todas el mismo recorrido, salvo unas que pasaron por Grecia. Tienen entre 20 y 30 años. Unas dejaron hijos pequeños en Eritrea y se preguntan si les será fácil llevarlos a Gran Bretaña. Otras afirman que sus maridos “desaparecieron en el ejército”.
Amnistía Internacional (AI) define a Eritrea como la Corea del Norte africana. Desde que se independizó de Etiopía en 1993, ese pequeño país del cuerno de Africa, con 6 millones de habitantes, vive bajo la férrea dictadura de Isaías Afewerki y del Frente Popular por la Democracia y la Justicia, partido único que él encabeza.
Todos los Eritreos entre 18 y 40 años tienen la obligación de servir en las fuerzas armadas un tiempo indefinido. “Eso significa estar sometidos durante años a un auténtico régimen de trabajos forzados”, define AI. Su única salvación es huir.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados calcula que 350 mil eritreos han salido clandestinamente de su país en los últimos 10 años. En 2013 fueron la segunda nacionalidad, después de los sirios, en llegar a costas sicilianas.